Es innegable que los hábitos de consumo del ciudadano medio se han visto modificados en las últimas décadas. De una compra casi diaria de productos frescos (de origen comarcal o regional en muchos casos), en tiendas locales o de barrio, se ha pasado a un abastecimiento semanal, quincenal o incluso mensual de productos estándar en grandes superficies.
Existen causas sociales, económicas y demográficas. La distribución de la población en zonas suburbiales y el consiguiente uso del coche hacen más cómodo el acceso a grandes centros comerciales provistos de aparcamientos. Asimismo, el cambio de roles en la familia, la aparición de la mujer trabajadora y la consiguiente pérdida de la ya célebre conciliación laboral y familiar, han impulsado la desaparición de la habitual “compra diaria”, o al menos, la ha limitado a productos concretos, como el pan o la prensa. Un tercer elemento, tal vez el más importante, es la gran variedad y cantidad de productos ofrecidos a bajo coste por las grandes cadenas de alimentación y supermercados. Todo esto, unido a la variedad de servicios que estos nuevos centros de aprovisionamiento de alimentos poseen: trabajadores especializados, entrega en domicilio, catálogo y compra on-line, etc., han facilitado su hegemonía por encima de las pequeñas tiendas.
Las abacerías no pueden luchar contra estos servicios, pero al menos pueden ofrecer otros que sólo ellos saben “despachar”. Primero, la exclusividad de sus productos. Si bien, como me comentaba el propietario de un famoso ultramarinos en Sevilla, es cierto que los productos “exclusivos” ya no existen (o están muy limitados), tampoco es menos cierto que, con respecto a la grandes superficies, se podría dar una especialización en ciertas marcas o alimentos (enlatados, embutidos, vinos de la zona, etc.). Segunda característica a explotar por los ultramarinos: su libertad de horarios. Queda claro que, dentro de los límites establecidos por la ley, en los últimos años han sido las pequeñas tiendas de alimentación las que nos han sacado de un apuro en más de una ocasión (una cena, un almuerzo en día festivo, o en cualquier otra situación en la que el “súper” estuviese cerrado, por ejemplo). Sin embargo, la característica más valorada de las abacerías, ultramarinos y desavíos es su trato al público. El servicio al público, o lo que es lo mismo: el conocimiento del cliente, de sus necesidades, de lo que acostumbra a comprar o de lo que se puede permitir. Puñado de virtudes que cualquier gran empresa querría para su negocio (quién compra, qué quiere comprar y cuánto puede pagar).
A cambio, el consumidor obtiene ventajas tales como recomendaciones personalizadas (quién no ha escuchado alguna vez en una tienda de barrio una frase al estilo de “este queso le va a gustar a tu marido”, o de “me han traído los mejillones en escabeche que te llevas siempre”?), facilidades en el pago (la costumbre de “fiar” ha sido la salvación de unos y el quebradero de cabeza de otros, pero es innegable su uso en pequeños negocios familiares), y la devolución de productos sin “ticket” o prueba de compra…por citar sólo algunas.
Cada modelo de negocio debe plantearse jugar en una liga distinta y aportar a la sociedad aquellos valores que más y mejor se pueden aprovechar, sin necesidad de competir o luchar entre ellos. Del mismo modo, el consumidor debe conocer los servicios y productos ofrecidos por ambos proveedores: grandes superficies y ultramarinos, para de este modo, sacar la mayor ventaja de ambos. Sólo siguiendo esta fórmula, podrá convivir el negocio tradicional de alimentación con la gran empresa multinacional de supermercados.