¿Quién puede permanecer impasible ante el aluvión de sensaciones olfativas y visuales (si tenemos suerte, gustativas) ante el que nos vemos expuestos tras entrar en un mercado? Y que conste que no me estoy refiriendo a uno de estos mercados-delicatesen, donde se va a picotear algún plato tailandés fusionado con productos de la tierra encaramado a un mostrador compartido con una pareja de turistas japoneses.
No. Me refiero a la plaza de abastos, al mercado de barrio donde iban nuestras madres, y sus madres, y sus abuelas y las abuelas de sus abuelas. Ese lugar donde cada día siguen trayendo lo mejor y lo más fresco (me ahorro lo de “más barato”) para deleite de clientes. Carnes, verduras, frutas, pescado…toda una mezcolanza de olores, colores y formas alineadas constituyendo un mosaico que a su vez representa la cultura gastronómica del lugar.
Los ultramarinos han ido posicionándose desde hace décadas en estos “centros comerciales” y sustrayendo hábilmente la clientela de charcuterías, pescaderías e incluso fruterías. ¿Dónde mejor se puede encontrar bacalao seco, conservas de pescado, embutidos serranos o vegetales encurtidos que en un buen desavío? Los clientes lo saben y los empresarios también, como demuestran los gerentes de Dando La Lata, el ultramarinos del Mercado de Las Palmeritas, en Nervión. Una pareja de jóvenes, cuya familia poseía una tienda de alimentación, y que ahora sigue los pasos de sus mayores con un pequeño puesto lleno de recuerdos y mucha ilusión. Al que no le falta ilusión, y sobre todo…bacalao, es a Manuel Requejo, en cuyo puesto del Mercado de Nervión (1950) expone toda una orgía (permítanme por una vez mezclar comida con sexo) de este pescado seco tan demandado en Cuaresma. Con razón, el puesto número 6 es conocido como La Tienda del Bacalao. Mención especial merece el otro ultramarinos de este mercado, Ultramarinos Pedro. Sencillo nombre para uno de los mostradores más poblados que jamás se haya presenciado y en el que abundan montañas de latas, cordilleras de salazones y picos de embutidos, chacinas y quesos.
Tras este relieve accidentado, atravesamos el río y nos encajamos en el Mercado de San Gonzalo, donde el puesto de ultramarinos de Alfredo nos deleita con una torre de quesos apilados que imposibilitan la comunicación visual entre un lado y otro del mostrador. No pasa nada, la vista nos llena suficientemente (aunque habría deseado que nos llenase el “buche”) y volvemos por San Jacinto para desembocar en el Mercado de Triana. Recientemente remodelado y a medio camino entre un mercado de abastos tradicional y una zona de recreo/restauración, este mercado tiene para todos los gustos. Ostrería, bar de tapas, cervecería artesanal… y dos estupendos ultramarinos donde la combinación de luz rojiza, disposición de los productos y amplia variedad de los mismos los convierte en “ultramarinos de postal”.
Hacemos un alto en el camino y puntualizamos que, puesto que estas tiendas cuentan con un espacio limitado y propio de cualquier puesto de mercado, se ven desprovistas de esa dimensión propia en la que nos sumergimos cuando visitamos cualquier otro tipo de ultramarinos. En otras palabras, aunque todo el género se encuentra a la vista, en ningún momento estamos rodeados de latas, bajo un techo de vigas o sobre un suelo de baldosas. Tampoco tenemos que sortear sacos de legumbres o esquivar embutidos colgados de una cuerda. Se pierde por tanto, un elemento crucial de la esencia de los ultras. Es por esto, por lo que los ultramarinos de mercado tienen un mérito especial en la disposición de sus retablos, cámaras frigoríficas y mostradores.
Bernal & Hijos y J. Alfredo nos hipnotizan y maravillan con productos gourmet, jamones ibéricos pelados, cucuruchos de queso y chorizo, quesos internacionales y un sinfín de productos de altísima calidad. Aún babeando y para romper el contragusto de estos últimos lácteos acudimos a otro mercado histórico, el de Puerta de la Carne, cuyo ultramarinos central posee una amplísima variedad de encurtidos. El edificio que lo alberga, la Estación de Cádiz (1902) nos sobrecoge y recuerda a la Sevilla de principios del siglo pasado, contrastando de modo brutal con la actividad que hoy en día se desarrolla.
Y si hablamos de contrastes, nada mejor que acudir al Mercado de la Encarnación, donde el vanguardista diseño arquitectónico del Metropol Parasol (¿alguien sabe quién eligió el nombre?) alberga ruinas subterráneas, espacios de recreo, un original mirador y, por supuesto, toda una galería de puestos de alimentación en su mercado de abastos. Corta y Cata centra nuestra atención en sus productos onubenses de mar y montaña. Más de 15 años trabajando con productos ibéricos, les ha hecho merecedores de un puesto en uno de los mercados más famosos y populares de nuestra ciudad. Ánimo y a por todas!!
Finalizamos en la calle Feria y nos adentramos en su mercado. Aunque visualmente, el primer ultramarinos nos parece de una estética cuidada y atractiva, preferimos a nuestros amigos de Grego Fernández, al fondo de la plaza. En su humilde mostrador nos encontramos con un par de albañiles empuñando unos botellines. La balda de enlatados varios contrasta con la pared de alicatado blando. Los puestos de pescado ya están recogiendo, se escuchan voces, risas y las mangueras de agua limpiando los suelos. Los albañiles siguen de charla y me uno a la Cofradía de los Ultrapelmazos del Botellín Helado.
Broche de oro para acabar la jornada, pero tranquilos, quedan muchos mercados y muchos ultramarinos.